EL DISCRETO ENCANTO DEL LIGUERO

EL DISCRETO ENCANTO DEL LIGUERO

(Daniel Samper Pizano)

A los dieciséis años, cuando estaba a punto de entrar a sexto de bachillerato, yo era créanme, por favor, aunque hoy parezca difícil- un joven muy bien plantado. Me sobraba pelo rubio, me faltaban un par de kilos de peso, aún no sabía lo que era usar gafas y exhibía una fuerte complexión atlética, producto de muchas tardes de fútbol y muchas horas de deporte. Era, por decir lo menos, un sardino atractivo. Entonces no nos llamaban sardinos sino coca-colos, pero, en el fondo, poco nos diferenciábamos de los actuales sardinos, salvo en que éramos más pobres, no usábamos ropa de marca y por falta de ocasiones y no por vocación observábamos un comportamiento asquerosamente zanahorio. La falta de plata era un problema permanente. Un buen recurso para disponer de dinero con qué comprar las boletas de vespertina de los sábados era dar clases a domicilio a los alumnos de cursos inferiores que cojeaban en alguna materia. Yo me defendí los tres últimos años de colegio cosiendo retazos en el deplorable inglés o francés y la gramática española destrozada de estudiantes con mínima vocación para las lenguas, y creo que si no hubieran suprimido el latín, que era mi fuerte, hoy podría ser un hombre rico. Mientras tanto, Rueda, mi más cercano amigo, enseñaba matemática y física a los rezagados. Como producto de aquellos años de pedagogía en horas extras todavía me encuentro de vez en cuando con unos señores casi tan viejos como yo que me saludan diciéndome bon jour o llamándome teacher. Con excepción del Flaco Uribe sin parentesco con el expresidente creo que todos al final aprobaron la materia en la que yo les ofrecí primeros auxilios.

Más grave que la falta de plata, sin embargo, era la vida monacal. En aquellos tristes tiempos las novias constituían pasaportes permanentes hacia las emociones prometidas pero rara vez realizadas. El exceso de mandamientos, en muchos casos, la vigilancia constante, en la mayoría, y la falta de lugar y oportunidades, de todos modos, convertían el noviazgo en un fuego perpetuo donde nunca llegaba a arder la leña por completo. El que necesitaba un incendio tenía que buscar candela en otro lado. De este modo crecíamos saturados de expectativas, llenos de curiosidad y agobiados por temores y culpas. El cura del colegio aconsejaba rezar para que se bajaran los hervores. Entre los modos no católicos, Rueda, otros compañeros y yo habíamos descubierto, aparte del viejo recurso bíblico erróneamente atribuido a Onán, las películas francesas para mayores de veintiuno, donde algunas curiosidades se saciaban, se gastaba poca plata y no corríamos los cacareados riesgos que sólo remedia la penicilina.

Libros, tareas, exámenes, lecciones y horas de clase servían para atenuar todo deseo y sublimarlo en forma de tabla de logaritmos o de combinaciones de química orgánica. Las vacaciones constituían un descanso en la actividad académica, pero, al mismo tiempo, evidenciaban al máximo la mezquindad de nuestros presupuestos. A un coca-colo de más de quince años, con novia que atender, cines que ver y heladerías que visitar, no le bastaban los escasos pesos de mesada dominical ni los pocos ahorros que le dejaban las clases como teacher. Había que rebuscarse algo más. Y, así, los que no teníamos posibilidades de financiación familiar permanente terminábamos por buscar un puesto para las vacaciones. Algunos se colocaban en almacenes cuyo ajetreo decembrino los forzaba a contar con vendedores extras durante la temporada. Era un puesto horrible, pues, a cambio de un par de quincenas famélicas, tenían que trabajar hasta bien entrada la noche y se perdían muchas vespertinas y algunas de las más apetitosas rumbas. Otros optaban por negocios de oportunidad, como armar y vender anchetas navideñas. Lo malo es que casi siempre aparecía un cheque chimbo de última hora o un cliente que no pagaba, y las ganancias de veinte días se esfumaban en una tarde. Yo tuve suerte. Encontré siempre chanfa en la oficina de algún amigo de mi taita que, porque necesitaba refuerzos o porque yo le caía bien, me incorporaba por unas semanas a su nómina de mensajeros.

En una de esas oficinas, una agencia de imagen y publicidad cuyos dueños eran amigos de casa, llegué a ocupar el alto cargo de asistente de prensa. Ganaba el doble que los mensajeros, y entre mis obligaciones estaba la de asesorar a la jefe de relaciones públicas, una mujer atractivísima, de unos veintiocho o treinta años, que era un pozo de simpatía pero necesitaba una ayudita a la hora de redactar boletines. Teresa -supongamos que tal era su nombre- compartía conmigo una oficina grande. Ella despachaba desde un escritorio amplio y moderno, una gran tabla pulida apoyada en dos columnas de cajones, sin flancos ni frentes, donde sobresalían una lámpara metálica y un florero. El mío, ubicado frente al suyo, denotaba el estatus modesto y efímero que me correspondía en la jerarquía de la empresa: en contraste con el de Teresa, era un pupitre pequeño y pesado, maltratado y viejo, cuya estirpe parecía de juzgado u oficina de contabilista. Sobre él reposaba la máquina de escribir que me permitía ganar algunos pesos redactando los boletines de prensa que me encargaba Teresa. Mientras yo trabajaba en esta firma medio chiflada y azarosa, Rueda lo hacía en un banco circunspecto como patinador. A veces nos reuníamos para almorzar juntos en La Fondita, un metedero barato próximo a Las Nieves que me había recomendado un ascensorista del Edificio Fox. Con Rueda charlábamos de fútbol, hacíamos planes de levantar novias y comentábamos la cartelera de películas para mayores, que no alcanzaban a ser porno ni nada parecido, porque las escenas más audaces de entonces eran mucho más tímidas que cualquiera de las que hoy desfilan en el Disney Channel. En la oficina había notado desde un principio que cuando Teresa hablaba por teléfono o se encontraba concentrada en sus papeles, solía cruzar y descruzar las piernas piernas espléndidas, piernas de estatua griega, piernas admiradas en voz baja por todos los ejecutivos de la firma cuando tomábamos café, lo que exponía ocasionales relámpagos indiscretos que me quitaban la respiración. Calma. No estoy hablando de Atracción fatal, ni de obviedades parecidas. Era algo mucho más sutil. No se trataba de una aventura ginecológica sino sartorial. Lo que veía desde mi sitio eran medias de seda, medias de seda fulgentes que subían lentamente por las piernas torneadas de Teresa y un poco más arriba de la rodilla adquirían una textura más velada y densa, para que allí mismo, en esa zona reforzada, unas tiras elásticas las anclaran utilizando unos coquetos botones y un pequeño broche. Luego las tiras escalaban el muslo desnudo y se perdían, serpentinas y veloces, en la íntima oscuridad. El efímero paisaje, pues, se componía de sedas fulmíneas, tirantas secretas y parches tibios y rosados de piel suave: la piel de Teresa, aquello que todos los varones de la empresa soñaban con ver y ojalá palpar algún día. Sueños nada más, porque Teresa era tan simpática y bonita como esquiva, según comentaban desolados los ejecutivos cuando tomábamos café.

-Son las tiras del liguero- me dijo Rueda, con babeante envidia, cuando le describí aquella visión perturbadora que me deparaba mi suerte de oficinista-. No hay prenda femenina que más me atraiga.

-Ya sé que son las tiras del liguero, tarado -contesté yo-. También sé lo que es un dinosaurio. A ambos los he visto en películas. Lo que pasa es que una cosa es saberlo y otra que se le aparezcan a uno el dinosaurio o las tiras del liguero en persona, palpitantes y palpables, al alcance de la mano.

-Tiene que invitarme a su oficina -rogó Rueda.

Me indigné, por supuesto. No sólo porque esta clase de propuestas solo se le hacen a un proxeneta, sino porque estaba dichoso de ser el único espectador de esas funciones involuntarias e inolvidables que duraban poco, porque de manera instintiva y distraída, mientras leía sus papeles, Teresa corregía la falda y ponía fin a cualquier túnel indiscreto, a cualquier anhelo de voyeur. Durante las semanas siguientes viví en ascuas atisbando las medias, las piernas y las tiras del liguero de Teresa. Eso sí, miraba con discreción, como todo un caballero, y no con la ansiedad de enfermo sexual con que lo habría hecho el degenerado de Rueda. Aguantaba de reojo y durante fracciones de segundo. Nada me habría parecido más vergonzoso que ser pillado por Teresa en trance de espiarla. Quería ser merecedor de la confianza que me dispensaba al alojarme en su oficina, al confesarme sus batallas con la ortografía y la gramática, al contarme sobre los piropos obscenos que más de una vez le soltaron algunos de los ejecutivos de la empresa. Incluso, llegó a confesarme sin muchos detalles que la hacía sufrir una barbaridad su relación con un tipo varios años mayor que ella, y por desgracia con esposa e hijos, del que estaba enamorada. Yo no me sentía capacitado para dar consejos, pero al menos le prestaba la oreja y mi total reserva para que aireara sus querellas. Diciembre avanzaba, aumentaba el trabajo que la empresa debía dejar preparado antes de salir a vacaciones colectivas en Navidad, y mi relación con Teresa se mantenía en el mismo sabroso nivel de compañerismo y confianza. Boletines, sonrisas, asomos clandestinos al final de las medias de seda, las seductoras tiras y sus muslos de durazno. Sin que ella se diera cuenta de mis veloces miradas, eso sí. Al menos aparentemente. Rueda no cesaba de preguntarme por mi vecina, y yo, que habría podido exagerar la versión y hablar de panoramas más recónditos, me mantuve fiel a la verdad: las cosas no pasaban de aquellas ocasionales indiscreciones de la pierna cruzada y la falda desguarnecida. Era una manera de ser leal a Teresa, ya que tenía la sensación de que mis ojeadas furtivas a su intimidad eran una manera de traicionar su confianza.

-Entonces, ¿no le ha visto el liguero? -preguntaba Rueda con los ojos salidos y la respiración entrecortada.

-Claro que no -le respondía molesto-. Sólo las tiras. Y las medias. Y las piernas. Lo de siempre.

Una tarde en que Teresa y yo nos quedamos haciendo horas extras para terminar el proyecto de un cliente, ella llevaba una falda azul oscura plisada y ancha, como la de algunos uniformes de colegio femenino. Una mujer de treinta años con atuendo de colegiala representaba, sin proponérselo, los deseos reprimidos que despertaban nuestras novias de cuarto de bachillerato, pero encarnados en alguien con experiencia y libertad. Yo procuraba meter ojos, narices y manos en la máquina de escribir, mas no podía evitar algunas miradas subrepticias hacia el oscuro objeto del interés. Era inquietante, porque la amplitud de la falda hacía que la prenda se moviera, se alzara, se torciera y se desplazara con ligereza y despreocupación. Pero, como siempre lo había hecho, Teresa enmendaba con mano distraída las indiscreciones de la falda. Por la ventana se veían ya las luces nocturnas de la Avenida Jiménez y la llovizna vespertina que mojaba a los transeúntes. En contraste con el yerto paisaje callejero, yo estaba que ardía por culpa de esa falda plisada que se abría como magnífico abanico con la misma facilidad con que blindaba cuanto prometía, y para justificar mis miradas hacia la mesa de mi compañera me dio por hacerle preguntas tontas sobre el proyecto. Cada pregunta interrumpía su trabajo, pero ella siempre alzaba la cara con una sonrisa y me contestaba amablemente. Yo aprovechaba esos segundos para espiar bajo la mesa. De pronto, cuando había formulado cuatro o cinco preguntas en serie, Teresa suspendió la labor, se rió y dijo: -A ver, ¿qué es lo que te pasa? -No, nada -tartamudeé-, que hay cosas del proyecto que no entiendo. Estaba seguro de que me había coloreado como un semáforo. Teresa se levantó de su silla sin dejar de sonreír.

– ¿De verdad? No creas que no me doy cuenta de que te la pasas mirando hacia la parte baja de mi escritorio.

Yo tragué saliva: me había pillado. Teresa se dirigió hacia la puerta y, aunque a esa hora no había nadie más en la empresa, apretó el botón del seguro. Nunca discerní si estaba tomando precauciones extraordinarias o bien me estaba mandando un mensaje. Luego se paró frente a mí con mirada de picardía.

-Dime, ¿qué es lo que quieres ver? Yo permanecí en silencio, aterrado y abrasado.

-No te hagas de rogar, hombre: ¿qué es lo que quieres ver? Me costó un esfuerzo fenomenal articular dos palabras: -El liguero -dije con voz que se arrastró por la garganta antes de lanzarse al vacío.

-El liguero -repitió risueña-. Está bien.

Y suavemente empezó a levantar con las dos manos la falda plisada. Vi cómo quedaban al descubierto las medias transparentes, el refuerzo velado y las tiras con el botoncito y el broche. Era el paisaje que había logrado vislumbrar a escondidas durante las semanas anteriores, sólo que ahora aparecía expuesto de manera explícita y generosa frente a mí. Luego Teresa siguió recogiendo la falda. Despacito. Centímetro a centímetro. Aparecieron los muslos plenos que antes sólo había vislumbrado a trocitos. Las tiras elásticas, que no paraban de trepar. Luego los calzones blancos de seda, pequeñitos, mucho más pequeños de lo que habría podido imaginar yo, e incluso imaginar Rueda. Debajo, apenas velada por los calzones blancos, una sombra triangular. Y, coronándolo todo, el liguero. Un liguero negro donde confluían las tiras tras su encantador ascenso. Esbelto. Delgado. Casi tímido. Adornado con arabescos, con rositas y con encajes. No podía creer lo que me estaba pasando. Me faltaba el aire. Teresa permitió que mirara sin decir una sola palabra. ¿Cuánto tiempo? No tengo ni idea. En aquel momento, por el sofoco, pensé que habían sido largos minutos. Ahora, años después, cuando repaso la escena, imagino que fueron unos pocos segundos. Entonces, sin modificar la posición en que se hallaba, Teresa habló. Ladeaba coquetamente la cara y el pelo negro le caía sobre el hombro izquierdo. Una sonrisa de picardía seguía alumbrando su cara.

– Eso es todo, o ¿quieres ver algo más? Hemos llegado a uno de los momentos críticos de mi vida. Lo supe entonces y sigo creyéndolo ahora, cuando me han pasado muchísimas cosas aparentemente más trascendentales.

-Era sólo eso -dije-: …el liguero.

Sin dejar de sonreír, Teresa soltó la falda, que cayó de un golpe bajo las rodillas y cubrió la maravillosa visión. Luego quitó el seguro a la puerta, volvió a su mesa y simplemente dijo: -A ver si acabamos este trabajo. Cuando le conté a Rueda tres días después, la mañana de Nochebuena, no lo podía creer. La oficina había cerrado por vacaciones y ya no volvería nunca a trabajar allí.

-Pero, ¿no se da cuenta de que ella le habría mostrado lo que usted pidiera y habría hecho lo que usted le propusiera? -Eso fue lo que yo temí.

– ¡Cómo será de pendejo! Exclamó Rueda.

-Pendejo no -corregí-. ¡Vi el liguero! De eso se trataba, ¿no? – ¡Ay! -suspiró Rueda-. No sea bruto: la clave era lo otro. Un día verá que tengo razón.

 

TALLER

1. De acuerdo al significado del texto, elabore un cuadro de tres columnas en las que ubica en el siguientes  palabras y los respectivos sinónimos y antónimos: complexión, sardino, zanahorio, vespertina, monacal, cacareados, liguero, decembrino, espléndidas, proxeneta.

2. Elabore un resumen del texto en máximo 20  renglones, utilizando conectores textuales, evitando las muletillas y teniendo presente la estructura parráfica.

3. Explique en términos normales y actuales cada uno de los trabajos de los protagonistas cuando no estaban estudiando.

4. Explique en sus palabras lo que desea comunicar el autor en el  siguiente fragmento:

«Más grave que la falta de plata, sin embargo, era la vida monacal. En aquellos tristes tiempos las novias constituían pasaportes permanentes hacia las emociones prometidas pero rara vez realizadas. El exceso de mandamientos, en muchos casos, la vigilancia constante, en la mayoría, y la falta de lugar y oportunidades, de todos modos, convertían el noviazgo en un fuego perpetuo donde nunca llegaba a arder la leña por completo».

5. Explique en sus palabras lo que desea comunicar el autor en el  siguiente fragmento:

«Entre los modos no católicos, Rueda, otros compañeros y yo habíamos descubierto, aparte del viejo recurso bíblico erróneamente atribuido a Onán, las películas francesas para mayores de veintiuno, donde algunas curiosidades se saciaban, se gastaba poca plata y no corríamos los cacareados riesgos que sólo remedia la penicilina».